sábado, 23 de noviembre de 2013

Política y deseo

A lo largo del siglo XIX, las acciones políticas corrieron a la par de quehaceres discursivos muy variados. Entre el proyecto y la acción que guiaban los procesos emancipatorios de los países de la entonces América Española, nacieron discursos que fueron, y aún son, la encarnación de la imaginación responsable de los caudillos insurgentes que quisieron fundar una nación. En México, no podemos olvidar el nombre y la palabra de hombres como Miguel Hidalgo y José María Morelos y Pavón. Cada discurso que ellos hacían público —como bando, decreto o como conferencia en un congreso— era al mismo tiempo un acto de gobierno. Los Sentimientos de la Nación de Morelos son muestra clara de esto.

Recordemos algo de la historia literaria de este documento que sentó las bases de la Constitución de Apatzingán... En septiembre de 1813, Morelos suspendió su actividad militar y decidió convocar la Junta de Gobierno, impulsado por la necesidad de unificar los esfuerzos insurgentes que se estaban llevando a cabo en todo el territorio mexicano. Así, el 14 de septiembre de 1814, en la recién nombrada ciudad de Chilpancingo, tuvo lugar la primera sesión de un congreso que tendría como objetivo final la elaboración de una constitución. 

Retrato de Morelos por un niño de preescolar.

Ahora bien, para delinear el perfil ético desde el que Morelos enunció su discurso en el Congreso de Chilpancingo, hay que tener en cuenta al menos dos gestos. Por un lado, la asunción del epíteto “Siervo de la Nación”, en el que se encuentra la postura de un mestizo, hijo de carpintero, integrante del bajo clero y de aparente inferioridad cultural respecto a los criollos. ¿Qué servicio podría ofrecer Morelos, hombre de tan pocas “luces políticas”? Pues ni más ni menos que aquello que es más humilde y propio de cualquier persona: sus sentimientos. El segundo gesto se encuentra en la anécdota de la génesis de escritura de este documento: Morelos pronunciaría en la inauguración del Congreso un discurso previamente elaborado por otro jefe insurgente; sin embargo, pocos días antes de la celebración del Congreso, dejó de lado ese discurso y se dispuso a dictar a Andrés Quintana Roo sus sentimientos. Así, literariamente, los 23 puntos de los Sentimientos de la Nación parecen haber nacido no del espíritu ilustrado de Montesquieu, Rousseau, Locke o Voltaire, sino del entusiasmo intuitivo del “Siervo de la Nación”.

La firma en el manuscrito de los Sentimientos...
Por ello, los Sentimientos de la Nación se mueven en el espacio discursivo de una imaginación responsable propia del espíritu político de los libertadores del siglo XIX, al mismo tiempo que su forma —la génesis del texto, su título, su enunciación— nos invita a leerlos no como proclamas impersonales, “Que la América es libre e independiente de España…”, sino como deseos “[Yo Morelos – Yo Nación] Quiero que la América sea libre e independiente de España”. Ambas —política y deseo— condiciones necesarias en el camino para hacer Patria.

domingo, 20 de octubre de 2013

Movimiento delator

Roland Barthes —en uno de los provocadores ensayos que conforman El placer del texto— decía que el mejor texto es el que nos hace levantar la cabeza, dejar de mirar la página que leemos y mirar alrededor, como  buscando el origen de una llamada que no sabemos de dónde ha venido, pero que hemos escuchado a través de aquello que estamos leyendo. Mediante la hermosa imagen de un ave que escucha sutiles sonidos —imperceptibles para nosotros— que le hacen girar rápida, pero delicadamente, la cabeza, el teórico francés nos hace entender que el texto es una llamada indirecta del mundo hacia nosotros. Hay lecturas que nos provocan ciertos movimientos, ciertos entusiasmos y ciertas pasiones que no debemos —ni podemos— dejar de lado si queremos ser rigurosos en nuestros acercamientos académicos. El rigor radica en ser sinceros con aquello que nos provoca la lectura y en confiar en las respuestas del cuerpo como criterio de acercamiento literario. Después de todo, ese criterio no es pura subjetividad: en esa llamada hay algo del mundo haciéndose presente y objetivo mediante la escritura.


Barthes no es el único que se ha servido del cuerpo como principio de valoración literaria: en América Latina, específicamente en nuestro México de principios de siglo XX, José Vasconcelos —durante un periodo de rica producción intelectual llevada a cabo durante su exilio en Perú tras el triunfo del gobierno carrancista en México— escribió en 1919 un ensayo que sigue siendo frecuentemente evocado hasta nuestros días y que desde su mismo título ofrece una idea bien clara de la postura vitalista que Vasconcelos mantenía respecto a los libros. Se trata del ensayo “Libros que leo sentado y libros que leo de pie”, el cual comienza: “Para distinguir los libros, hace tiempo que tengo en uso una clasificación que responde a las emociones que me causan al leerlos. Los divido en libros que leo sentado y libros que leo de pie”. A diferencia de Barthes, no es solamente el movimiento de la cabeza el indicador de que algo está aconteciendo en la lectura, sino que es todo el cuerpo, en alguna de sus dos posiciones básicas, el que es provocado por la lectura a moverse. Los libros que se leen de pie, explica Vasconcelos, son los que parecen atraer de la tierra una fuerza que empuja los talones de los lectores. Es decir, la lectura adquiere su fuerza en unas raíces profundas que la preceden.

Siguiendo esta imagen del momento de la lectura dibujada por Vasconcelos, pero también retomando algo de la de Barthes, es como se puede explicar mi propia experiencia en la lectura del primero. Al leer a Vasconcelos hay algo de raíz y algo de ala; hay algo de pasado provocador y de presente convocador en su escritura. Más allá de los prejuicios y juicios que se puedan hacer respecto al contenido de su obra, las respuestas a las que mueve son un síntoma nada despreciable: el lector no se mantiene inerte al leer a Vasconcelos. La forma de esa recepción es en sí contenido. En este sentido es que el cuerpo —con todas sus percepciones y sensaciones— se vuelve criterio reflexivo en nuestras lecturas.

viernes, 5 de julio de 2013

Sobre escritura y publicación

Bueno es, sin duda, que las obras sean completas y perfectas; pero también, por quererles dar toda su extensión, o por empeñarse en perfeccionarlas al extremo, la sociedad se queda sin las cosas, y los autores sin el premio que esperaban por ella.
Simón Rodríguez, Sociedades americanas... [Luces y virtudes sociales], 1834

Es díficil comenzar un texto sobre Simón Rodríguez intentando decir quién fue. A lo mejor es por ello es que la biografía ha sido uno de los géneros favoritos para hablar de este personaje: hay mucho qué decir sobre su vida. Muy poco de ello es convencional y casi todo es extraordinario. Desde su recepción más cercana —aún en el siglo XIX— hasta las últimas décadas del siglo XX, las narraciones de la vida de Rodríguez nos dejan imaginarlo. Sin embargo, también la obra que él mismo escribió nos ayuda a dibujar la imagen de su vida y, específicamente, de una forma de asumir el propio trabajo intelectual.

La cita que abre este breve texto es una de las muchas claves de lectura que Rodríguez nos regala para entender la (literalmente) inédita forma en que su gran proyecto, Sociedades americanas en 1828. Cómo son y cómo podrían ser en los siglos venideros, llega hasta nosotros. Como sabemos, esta publicación se compone de cuatro ¿partes? que se articulan de manera muy particular una con otra. Sin embargo, también sabemos que esta articulación no se basa en la suma de las partes ni en el contraste (a la manera de la ciencia ecdótica) de una con otra en búsqueda de la “versión original” de la obra. ¿Entonces...? A través de la lectura de estas cuatro publicaciones y siguiendo las intuiciones de algunos estudiosos de Rodríguez, que ven en su obra la idea de un proyecto total, a contracorriente de los obstáculos que sus circunstancias le impusieron, he reflexionado y propuesto algunos planteamientos —los cuales no serán desarrollados aquí— sobre la articulación de estas “partes” a partir de la relación dinámica entre las concepciones de fragmento y sistema.

Disculpándome de antemano por la confusión que la afirmación anterior puede provocar, así como por la falta de explicaciones que daré en este momento al respecto de ello, quiero volver la atención al epígrafe antes referido, el cual tiene que ver con lo dicho sobre la articulación de las partes con el proyecto, pero que al mismo tiempo es una muestra clara de la manera en que el acto de la publicación en Rodríguez está fundamentado en una ética y una política del quehacer que responde a la necesidad de la obra en relación con su realidad inmediata: una sociedad.

¿Es esto la arrogancia del escritor que cree que el mundo no puede continuar sin la lectura de sus trabajos...? ¿Es la vanidad y la avaricia por el reconocimiento que la publicación de la obra acarreará a su autor? Como siempre, Rodríguez es capaz de darle un sentido profundamente crítico a enunciados que podrían parecer dogmáticos, mediante el rigor de su propio actuar. Lo que una afirmación como la del epígrafe nos hace preguntarnos tiene que ver con la manera en que un sujeto asume una responsabilidad social mediante la escritura y la publicación (¿socialización?) de sus ideas. Creemos que este gesto no es vanidad, arrogancia o mero egocentrismo intelectual. El caso de Rodríguez y sus Sociedades americanas consiste, en realidad, en toda una propuesta ética y política respecto a los valores e intenciones que fundamentan un quehacer de las ideas, el cual se sale de su dimensión individual para hacerse social mediante su puesta en página y en imprenta.

Actualmente, ¿qué intenciones guían nuestros actos de escritura? ¿A quién le respondemos? ¿Cómo le respondemos a nuestras circunstancias? De hecho, ¿cómo son las circunstancias de nuestra escritura? ¿En nombre de qué buscamos la perfección de la expresión de nuestras ideas? ¿Esa perfección (sea lo que sea que es) da un valor mayor a lo que queremos decir? Al final de cuentas, ¿qué estamos entendiendo por perfección y por completud? ¿Qué valores ponen en juego las políticas que guían nuestra escritura académica...? ¿Cómo toman forma en nuestra escritura las circunstancias...?

Rodríguez siempre nos pregunta mucho a través de la particular manera en la que él le respondió al mundo; respuesta que quedó registrada (al menos parcialmente) en sus cuatro publicaciones de Sociedades americanas. En versiones facsimilares digitalizadas, están disponibles todas las publicaciones:

Sociedades americanas en 1828. Cómo serán y cómo podrían ser en los siglos venideros
Arequipa, 1828.

Sociedades americanas en 1828. Como serán y como podrían ser en los siglos venideros [Luces y virtudes sociales]
Concepción, 1834.

Sociedades americanas en 1828. Como serán y como podrían ser en los siglos venideros [Luces y virtudes sociales]
Valparaíso, 1840.

Sociedades americanas en 1828. Como serán y como podrían ser en los siglos venideros
Lima, 1842.

domingo, 19 de mayo de 2013

«¡Si quisiéramos entenderlo!»


Para que un sistema esté en equilibrio, es menester que se cierre el polígono de las fuerzas y la resultante sea cero. A esto se reduce el arte de la composición literaria. ¡Si quisiéramos entenderlo!
Alfonso Reyes


Como estudiantes de literatura, Alfonso Reyes es uno de esos personajes que vemos mucho, pero leemos poco. Paradójicamente, hay autores —como Reyes— cuya omnipresencia referencial es una barrera para el acercamiento directo a su obra. Los porqués de esa paradoja son varios y quizás alguno tenga que ver con lo que esperamos de un intelectual.

Por otro lado, ¿acaso sentimos que la referencialidad nos salva de la lectura? ¿Ver por acá y por allá la referencia —tanto bibliográfica como en la onomástica de las calles regias y varias defeñas— un gran nombre como el de Reyes tiene la desventaja de la petrificación: el hombre se vuelve nombre nada más. Personalmente, mi entrada a Reyes fue por dos frentes simultáneos: su teoría —desde un buen seminario en la facultad— y su literatura —desde el metro, la biblioteca o la cama—. Estas dos entradas me dejaron entender más claramente la tensión en la que Reyes —al igual que otros intelectuales de la época, como Pedro Henríquez Ureña y José Vasconcelos— se movía: por un lado, el afán de hacer de la cultura, mediante la literatura, una empresa educativa y civilizatoria; y, por otro, el de reivindicar los privilegios de los letrados. ¿Cómo llevó a cabo Reyes estos propósitos? Por una parte, mediante una escritura riquísima y provocadora (como en sus cuentos); por otra, mediante un deslinde: el que lleva a cabo en su libro El deslinde. Prolegómenos a una teoría literaria (en la fundación Ignacio Larramendi está disponible la obra completa de Reyes editada por el Fondo de Cultura Económica).



En esta obra —que ha sido muchas veces duramente juzgada— Reyes propone situar legítimamente a la literatura latinoamericana mediante un movimiento radical: el deslinde teórico de la noción de literatura. Se trata de un redescubrimiento de la tradición occidental contemporánea a partir de un deslinde hecho, al menos formalmente, con base en la tradición clásica (el modo expositivo de El deslinde recuerda por momentos a la Poética de Aristóteles). Reyes nos dice que “[…] es mucho menos dañoso descubrir el mediterráneo por cuenta propia […] que no el mantenernos en postura de eternos lectores y repetidores de Europa”; o sea, hay que olvidar un poco para poder recordar mejor.

El esfuerzo teórico y sistemático que toma forma escrita en El deslinde es impresionante. Sin embargo, la comprensión de este libro se complementa al ver lo que resultó de lo que sería su continuación, pues no olvidemos que esta obra se trataba solamente de los “prolegómenos” a una teoría literaria. Reyes continuó sus reflexiones en dieciocho ensayos que se recopilaron bajo el título de Al yunque. La forma de expresión cambió, y con ella la reflexión misma y la manera en que debemos de leerla. La importancia de esto es fundamental para romper el aura de hermetismo que impide un mayor acercamiento a la obra de Alfonso Reyes, pues él, con la inmensidad de su obra, no hace más que invitarnos a la lectura.

viernes, 17 de mayo de 2013

La escritura como punto de partida

Si pensamos que, en América Latina, la literatura “no es meta, sino prefiguración [...] materia para comienzos [...]”, nuestras perspectivas de lectura pueden sufrir un cambio radical. La afirmación citada la hace Silvia Molloy —crítica literaria y escritoria argentina radicada en Estados Unidos, colega de otros grandes como Julio Ramos y Enrique Pupo-Walker— al respecto de la interpretación alegórica que hace de un cuento de Borges. A su vez, este cuento y la alegoría le sirven para hablar de la autobiografía como un género que, en cada una de sus realizaciones particulares, pone en escena una diversidad de textos, sin limitarse solamente a los que tienen forma escrita.

Se trata, al final de cuentas, de la intertextualidad como fundamento de la creación literaria en general, no solamente de la autobiografía. El trabajo con nuestras tradiciones significa poner en escena —en ensayo de ficción, en tejido de narración— las voces que nos preceden y que hemos decidido escuchar. En América Latina, responder a la llamada no es subordinación ni servilismo, es creación. La crítica de nuestra literatura debe mirarla con ojos proféticos, no con ojos cerrados que busquen objetos conclusos. La literatura jamás es conclusión: siempre permanece a la espera de ser el lugar desde el cual alguien saltará en búsqueda de su propia historia.