sábado, 9 de junio de 2012

Sobre ética, deliberación y democracia

Silvia Rivera Cusicanqui es profesora universitaria especialista en historia oral andina y una gran referente teórica cultura de la perspectiva poscolonial en América Latina. En estos breves fragmentos (aquí pueden descargar el artículo completo) nos aporta puntos claves para reflexionar sobre nuestra participación en la democracia, en estos tiempos en que tanto esto se anuncia, pero poco se asume de verdad.

En sociedades como la nuestra, en las que hombres y mujeres ven peligrosamente acotado el ámbito de sus decisiones por múltiples mediaciones y por dudosos mecanismos de representación, el potencial de la ética se desvanece si se presenta tan sólo como una fuerza normativa que viene a ocupar los espacios que otros discursos legitimadores han dejado vacantes, la religión o las ideologías, entre ellos. Porque el sujeto de la ética no es un dios omnisciente, ni un sujeto trascendental cuyo atributo distintivo es la razón universal. Tampoco, el indefinido miembro de una supuesta comunidad trascendental de comunicación. El sujeto de la ética es histórico y plural. Somos nosotros, las mujeres y los hombres que, de un modo u otro, nos encontramos sujetados a las prácticas sociales del dispositivo histórico en el que nos toca vivir. Hombres y mujeres que nos vemos implicados en la vida política, económica, profesional o cotidiana y que conformamos nuestras subjetividades en el marco de las reglas establecidas por las instituciones en las que se desarrolla nuestro hacer. Precisamente, es en ese marco que debemos encontrar o crear los espacios que nos permitan ampliar nuestra capacidad de acción comunitaria.

La pregunta acerca de aquello que otorga significado moral a una acción ha encontrado diferentes respuestas a lo largo de la historia. En la línea de esta recuperación de la relación entre ética, deliberación y democracia, me interesa acercar aquí la respuesta que da Victoria Camps a esta pregunta: “El significado ético de una acción viene dado no por la decisión final, sino por la argumentación que pesa los pros y los contras y justifica la elección hecha”. Es evidente que, con estas palabras, la autora se aleja de la deontología clásica, pero también del utilitarismo. Porque no es ya la decisión –tomada de acuerdo con el reconocimiento del deber o de una ponderación de utilidades- el lugar de la ética, sino el proceso deliberativo que examina ventajas, desventajas, considera cursos de acción alternativos y justifica luego la elección realizada remitiéndola a principios, convicciones, consecuencias.

Una ética que prioriza de este modo la deliberación puede parecer una ética sin respuestas. Pero, en todo caso, cabe aclarar, sin respuestas absolutas. Es decir, que se trata de una ética capaz de hacerse cargo del carácter contingente y provisorio de todas las respuestas, y capaz, también, de asumir la necesidad de revisarlas constantemente a través de une examen abierto que incorpore nuevas razones y experiencias. Pienso, sin embargo, que lo que hace a esta posición más interesante todavía es que la prioridad que otorga a los medios sobre los fines -al enfatizar el proceso deliberativo por sobre la decisión alcanzada- no le impide de ningún modo, señalar la miseria del procedimentalismo que, al refugiarse en una serie de mecanismos formales, vacía a la ética de contenido al tiempo que nos acerca una imagen devaluada de democracia que se limita a garantizar libertades formales, pero sin promover su realización efectiva, porque tampoco promueve los valores solidarios que conforman su contenido.

No se trata, pues, de establecer formas tipo de argumentación, o reglamentarlas de acuerdo con procedimientos mecánicos, sino de abrir el juego de una deliberación creativa de valores, fines, objetivos capaces de dar contenido y materialidad a las prácticas democráticas. Pero una pregunta inquietante se insinúa en este punto y es necesario enfrentarla: ¿es posible la participación efectiva?

Porque el reconocimiento de los límites del procedimentalismo no alcanza para superarlo. La conciencia de la necesidad de investir de contenidos valorativos al sistema democrático choca contra imposibilidades concretas. En tanto los objetivos valiosos deben ser el resultado de una producción colectiva, deberíamos fijarlos entre todos a partir de la deliberación y el diálogo. Pero de ningún modo queda claro cómo puede ser esto posible si debido a la dimensión y complejidad de las democracias occidentales la participación cede cada día su lugar a la representación, que aleja a los hombres y a las mujeres de la posibilidad de intervenir en el proceso colectivo de toma de decisiones. Los sentimientos que acompañan a este proceso pueden resumirse en dos palabras: impotencia e incompetencia. Impotencia para lograr el respeto del derecho a la libre participación en asuntos que nos competen directamente porque determinan las condiciones en las que se va a desarrollar nuestra vida, al establecer los alcances y límites de la salud, la procreación, la muerte. Incompetencia para deliberar en torno de cuestiones que se tornan cada vez más técnicas y especializadas.

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