Silvia Rivera Cusicanqui es profesora universitaria especialista en historia oral andina y una gran referente teórica cultura de la perspectiva poscolonial en América Latina. En estos breves fragmentos (
aquí pueden descargar el artículo completo) nos aporta puntos claves para reflexionar sobre nuestra participación en la democracia, en estos tiempos en que tanto esto se anuncia, pero poco se asume de verdad.
En sociedades como la
nuestra, en las que hombres y mujeres ven peligrosamente
acotado el
ámbito de sus decisiones por múltiples mediaciones y por
dudosos
mecanismos de representación, el potencial de la ética se
desvanece si se presenta tan
sólo como una fuerza normativa que
viene a ocupar los espacios que otros discursos
legitimadores han
dejado vacantes, la religión o las ideologías, entre ellos. Porque
el
sujeto de la ética no es un dios omnisciente, ni un sujeto
trascendental cuyo atributo
distintivo es la razón universal.
Tampoco, el indefinido miembro de una supuesta
comunidad
trascendental de comunicación. El sujeto de la ética es histórico
y plural.
Somos nosotros, las mujeres y los hombres que, de un modo u
otro, nos encontramos
sujetados a las prácticas sociales del
dispositivo histórico en el que nos toca vivir.
Hombres y mujeres
que nos vemos implicados en la vida política, económica,
profesional
o cotidiana y que conformamos nuestras subjetividades en el marco de
las
reglas establecidas por las instituciones en las que se
desarrolla nuestro hacer.
Precisamente, es en ese marco que debemos
encontrar o crear los espacios que nos
permitan ampliar nuestra
capacidad de acción comunitaria.
La pregunta acerca de
aquello que otorga significado moral a una acción ha
encontrado
diferentes respuestas a lo largo de la historia. En la
línea de esta recuperación de la
relación entre ética,
deliberación y democracia, me interesa acercar aquí la
respuesta
que da Victoria Camps a esta pregunta: “El significado
ético de una acción viene dado
no por la decisión final, sino por
la argumentación que pesa los pros y los contras y
justifica la
elección hecha”. Es evidente que, con estas palabras, la autora se
aleja de la
deontología clásica, pero también del utilitarismo.
Porque no es ya la decisión –tomada
de acuerdo con el
reconocimiento del deber o de una ponderación de utilidades- el
lugar
de la ética, sino el proceso deliberativo que examina
ventajas, desventajas, considera
cursos de acción alternativos y
justifica luego la elección realizada remitiéndola a
principios,
convicciones, consecuencias.
Una ética que prioriza
de este modo la deliberación puede parecer una ética
sin
respuestas. Pero, en todo caso, cabe aclarar, sin respuestas
absolutas. Es decir, que se
trata de una ética capaz de hacerse
cargo del carácter contingente y provisorio de todas
las respuestas,
y capaz, también, de asumir la necesidad de revisarlas
constantemente a
través de une examen abierto que incorpore nuevas
razones y experiencias.
Pienso, sin embargo, que lo que hace a esta
posición más interesante todavía es que la
prioridad que otorga a
los medios sobre los fines -al enfatizar el proceso deliberativo
por
sobre la decisión alcanzada- no le impide de ningún modo,
señalar la miseria del
procedimentalismo que, al refugiarse en una
serie de mecanismos formales, vacía a la
ética de contenido al
tiempo que nos acerca una imagen devaluada de democracia que
se
limita a garantizar libertades formales, pero sin promover su
realización efectiva,
porque tampoco promueve los valores solidarios
que conforman su contenido.
No se trata, pues, de
establecer formas tipo de argumentación, o reglamentarlas de
acuerdo
con procedimientos mecánicos, sino de abrir el juego de una
deliberación
creativa de valores, fines, objetivos capaces de dar
contenido y materialidad a las
prácticas democráticas. Pero una
pregunta inquietante se insinúa en este punto y es
necesario
enfrentarla: ¿es posible la participación efectiva?
Porque el reconocimiento
de los límites del procedimentalismo no alcanza para
superarlo. La
conciencia de la necesidad de investir de contenidos valorativos al
sistema
democrático choca contra imposibilidades concretas. En tanto
los objetivos valiosos
deben ser el resultado de una producción
colectiva, deberíamos fijarlos entre todos a
partir de la
deliberación y el diálogo. Pero de ningún modo queda claro cómo
puede ser
esto posible si debido a la dimensión y complejidad de las
democracias occidentales la
participación cede cada día su lugar a
la representación, que aleja a los hombres y a las
mujeres de la
posibilidad de intervenir en el proceso colectivo de toma de
decisiones.
Los sentimientos que acompañan a este proceso pueden
resumirse en dos palabras:
impotencia e incompetencia. Impotencia
para lograr el respeto del derecho a la libre
participación en
asuntos que nos competen directamente porque determinan
las
condiciones en las que se va a desarrollar nuestra vida, al
establecer los alcances y
límites de la salud, la procreación, la
muerte. Incompetencia para deliberar en torno de
cuestiones que se
tornan cada vez más técnicas y especializadas.